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Nadie muere siempre

Una reseña de Equilibrios, de Antonio Reseco

Por Antonio M. Figueras

Desconfía, querido lector, de aquellas reseñas o críticas (no es lo mismo, aunque lo parece) que enumeran bibliografía y cargos. Con Antonio Reseco hay que pararse para analizar con honestidad su propuesta poética. Y no perderse, porque la debida atención es el único camino para encontrarse con calles, besos y memoria que no aparecen a primera vista.

Equilibrios (2021, El Sastre de Apollinaire) es un libro de poemas (odio la palabra poemario) sobre la memoria. Y es que el olvido, y sobre todo los poetas, se empeñan en llevarle la contraria a Luis Cernuda. El olvido se ha convertido en un fantasma que no consigue aparecerse a nadie. No habita mansiones ni cerebros. Salvo en patologías graves y desoladoras, allí están los recuerdos (aunque no los convoques) para señalarte que tal vez casi nada fue bonito mientras duró.

Ante la persistencia de la memoria caben dos respuestas. Hundirse en las propias lágrimas y escribir los versos más tristes durante 19 noches y 500 días. O darle a tu mente, alegría, Macarena y reírse hasta de Janeiro: “Cada vez que pinchan esa canción / y tú no estás (es decir, casi siempre, / para qué engañarnos) desearía / canjear mi vida por la del músico / y, como una fórmula de vendetta / literaria, fuese él quien escuchara / hasta el último compás del conjuro / y sufriese sin remedio, qué coño”. Así resuelve el autor la nostalgia cercana en el poema Justicia poética.

Reseco no parece hombre de excesos. Su actitud ante el pasado que vuelve es la de un caballero que se bate en duelo, armado de ironía y cierto estoicismo. La serena actitud ante la muerte llama la atención en un gremio acostumbrado a declamar, una y otra vez, que tempus fugit. Reseco escribe sobre ese destino mineral que a todos aguarda. Sin excesivos lamentos. Como en el poema Perfecto: “Así está bien. Una vida / larga que pasará / como escena de teatro. / La amabilidad que sigue / a cada pequeña batalla. / Nada más, nada menos… / Y la muerte, que sea leve / y no se repita”. Sentido del humor frente a horror vacui. Como Gil de Biedma, pero un poco más cachondo.

Los poetas cantan al amor desde antes de que hubiera poesía. Quizá la literatura y todas las artes solo sean un paseo por el amor y la muerte. La pérdida resulta más lírica, el deseo a veces parece un calentón y la consumación pudiera ser un presente continuo.

En Equilibrios se recuerda, como el alma dormida, esas historias que fueron: “Mi hogar es un libro sin páginas. / La sombra de un árbol, todas la mujeres / que me abandonaron…”. O que son, porque el hogar también “Eres tú cuando andas descalza por la alfombra / o abres la puerta de regreso del trabajo…”. Y sin sentimentalismos banales, muy alejado de esta tendencia que no cesa: la llorería.

Por alusiones. Sus referencias literarias (Poe, Wilde, Shakespeare, Borges o Kipling) muestran además un gusto exquisito por la poesía. Poeta y también cronista, de sus ríos interiores y de la ciudad, como en Pongamos que hablo de Madrid: “He vuelto a disfrutar cada leyenda, / he usurpado el arte de las intersecciones / y la belleza de las muchachas / que bostezan en el transporte público / mientras todo es indiferente alrededor…” o A rumbo fijo: “…Memorizo la luz de los espacios abiertos, / el enfermo catálogo del callejero, / las viviendas en cascada que dibujan / hormigueros donde respira el hombre / y cree sentirse a salvo de todo acecho…”.

Que su poesía no sea críptica o hermética (hay quien piensa que si algo no se entiende es más poético) no le priva, ni mucho menos, de una hondura que desconcierta por la amplitud de matices. El lenguaje es preciso. Belleza y comunicación, emoción subterránea con las palabras justas. Y eso requiere dominio de la técnica. Como muestra, el poema Derivaciones: “Cuando ya vencido / por la fatiga de la jornada /decides pasar página / y buscar el descanso necesario, / nunca recuerdas / que hubo un día previo / que albergó otra derrota / y otro, quizá este / donde supiste olvidarla”.